En la Asamblea constituyente de la Revolución Francesa (1789), que quiso darle a la legislación minera una base fija e invariable, se discutieron tres puntos de vista sobre la cuestión de la propiedad de las minas.
El primero, expuesto por Turgot en 1769 en su Memoria sobre Minas y Canteras al Consejo de Estado, sostenía que las minas no pertenecían a nadie y deberían ser del primero que las ocupara. El segundo, presentado por los diputados de las regiones mineras, argumentó que las minas eran parte integrante de la propiedad del suelo y deberían pertenecer al propietario superficial. Y el tercero, expuesto y defendido por el conde de Mirabeau, consideró que por su naturaleza las minas estaban a disposición de la nación que las poseía.
El primero, expuesto por Turgot en 1769 en su Memoria sobre Minas y Canteras al Consejo de Estado, sostenía que las minas no pertenecían a nadie y deberían ser del primero que las ocupara. El segundo, presentado por los diputados de las regiones mineras, argumentó que las minas eran parte integrante de la propiedad del suelo y deberían pertenecer al propietario superficial. Y el tercero, expuesto y defendido por el conde de Mirabeau, consideró que por su naturaleza las minas estaban a disposición de la nación que las poseía.
Mirabeau terció en el debate y, desde su concepción filosófica liberal, arguyó contra el primer punto de vista y abogó en favor del segundo y del tercero. Algunos de sus argumentos merecen ser citados in extenso, pues contienen razonamientos de carácter económico sobre la propiedad del subsuelo que frecuentemente se dan por supuestos o se pasan olímpicamente por alto.
Admitir el derecho del primer ocupante sería, según Mirabeau, caer en un extraño caos, porque diversas personas podrían ser los primeros ocupantes de algunas partes de minas muy extensas, en cuyo caso el sistema daría lugar a una "mina de querellas" para adjudicar la propiedad.
Argüir en contra de las minas como un accesorio del suelo le era más difícil, porque hubiese sido atacar la concepción de la propiedad privada del suelo que prevalecía desde el derecho romano clásico. Mirabeau reconoció este punto de vista para las minas superficiales solamente, las que podían ser fácilmente explotadas por cualquiera, "lo que comprende casi todas las minas de hierro y gran parte de aquellas de carbón en las provincias en que se encuentran en capas superficiales y cerca de la superficie del terreno" (Méjan, 1792: 430).
Pero se opuso al sistema de la accesión para las minas profundas. Primero: por la indivisibilidad de las minas. "El interior de la tierra no es susceptible de reparto, y las minas, por su forma irregular, lo son menos (...) casi no hay ninguna mina que corresponda físicamente a la división del suelo. La dirección oblicua de una mina, de este a oeste, la hace tocar, en corto espacio, a cien propiedades diferentes" (Méjan, 1972: 443 y 444). Y segundo: por la magnitud de los capitales invertidos. "La mayoría de propietarios del suelo no tienen ni siquiera recursos suficientes para cultivar la superficie de su suelo..." (Méjan, 1972: 445 y 446). Por eso, abogó por la propiedad nacional de las minas profundas.
Las minas profundas debían dejarse a disposición de la nación para ser concedidas. El propietario superficial tendría preferencia para solicitar la concesión. Pero si no hacía uso de ella, la nación concedería la mina a otro que la solicitara. Mirabeau consideraba que la explotación de las minas profundas era una materia de utilidad pública, lo que significaba: "... que la sociedad tiene interés en concederlas a cualquiera que no fuese el propietario, si éste se rehúsa a explotarlas" (Méjan, 1792: 433).
Paradójicamente, la ley de minas francesa de 1791 terminó siendo una especie de transacción o avenimiento entre los tres puntos de vista, porque i) consideró a las minas como cosas de nadie (bien sans maîtres en francés o res nullius en latín) y dispuso en su encabezamiento que "las minas están a disposición de la nación" (les mines sont à la disposition de la nation), ii) aceptó la propiedad privada de las minas superficiales, aquellas que se encontraban hasta 100 pies de profundidad, y iii) estableció la propiedad nacional de las minas profundas, las que se encontraban a partir de 100 pies. Pero esta nueva forma de propiedad no se estableció para que el Estado creara empresas mineras estatales. La propiedad nacional se creó para que el Estado administrara las minas profundas como un bien público nacional y las otorgara en concesión temporal (50 años) a las empresas que, luego de haber cumplido con un mínimo de requisitos legales, las solicitaran en exploración y explotación.
Estas fueron, precisamente, las razones que se tuvieron en cuenta cuando se redactó el artículo 552 del Código Civil francés de 1804: "La propiedad del suelo lleva consigo la de la superficie y la del subsuelo, salvo las modificaciones que resultan de las leyes y reglamentos relacionados con las minas".
No obstante, la ley de 1791 enfrentó múltiples obstáculos prácticos en su aplicación, sobre todo por los privilegios acordados a los propietarios superficiales y el plazo temporal de las concesiones, y fue sustituida por la ley de minas de 1810.
Esta nueva ley, que se mantuvo en vigor hasta 1919, abolió los privilegios de los propietarios del suelo en la explotación de las minas y clasificó las sustancias minerales en i) canteras, dejadas a disposición del propietario del suelo y no sujetas a concesión, y ii) minas (como el carbón y los bitúmenes), consideradas como propiedad nacional y sujetas a concesión. Pero "antes de la concesión, la mina es una res nullius: nadie puede explotarla ni disponer de ella, ni siquiera el propietario del suelo" (Aguillon, 1886: 52). La única manera de explotar una mina era mediante un acto de concesión otorgado por el Estado, en cuyo caso el acto creaba una propiedad totalmente nueva "perpetua, disponible y transmisible", tal como lo establecía la ley, a favor del concesionario (que podía ser incluso el mismo propietario del suelo).
"Ese derecho de propiedad aplicado a la mina fue inaugurado, según se sabe, con un vigor singular por nuestra ley de minas francesa del 21 de abril de 1810 y fue admitido a continuación por un enorme número de legislaciones mineras modernas..." (Lantenois, 1938: 10).
Con la ley de 1791, se establecieron así dos propiedades distintas, separadas e independientes: i) la propiedad del suelo y ii) la del subsuelo. En otras palabras, mientras no hubiera concesión existía una sola propiedad: la del suelo. Pero, otorgada la concesión por el Estado, actuando a nombre de la nación, aparecía la propiedad de la mina separada de la propiedad superficial.
Los consumidores franceses pudieron, así, tener acceso a los minerales franceses explotados por concesionarios franceses, que podían ser los mismos propietarios franceses de las minas o terceras personas (pero francesas, en general). Esta es una historia radicalmente distinta a la de los países subdesarrollados exportadores netos de recursos naturales, en los que sólo se dispuso inicialmente del recurso natural, porque las empresas, los capitales, la tecnología, la mano de obra, el transporte y los consumidores eran, por regla general, extranjeros. Era, para todos los efectos, un enclave.
Referencias:
Aguillon, Louis (1886). Législation des mines francaises et étrangères. París, Baudry et Cie. Tome Premier.
Lantenois, M. H. (1938). Op. cit.
Méjan, Étienne (1792). Collection complete des travaux de M. Mirabeau L'Ainé, à l'Assemblée Nationale. París, Chez Devaux.
Naudier, Fern (1877). Op. cit.
Oeuvres de Turgot. Nouvelle Édition. Tome Second. Paris, Guillaumin Libraire, 1844.
No hay comentarios:
Publicar un comentario